HOLAS, amigues. He vuelto, a lo mío, mío.

Luego de muchos años sobreviviendo en una tierra que no es mía —pero que intenté, con paciencia, convertir en parte de mí—, hoy se me abre nuevamente la puerta a una de las cosas que más me apasiona: escribir sobre temas que, para muchos, no importan… pero que deberían.

En esta ocasión, no vengo a narrar una historia cualquiera. Vengo a opinar, desde lo más humano, sobre un hecho que ha sacudido a todos en los últimos días: la decisión de Miguel Ángel de poner fin a la vida de su yerno. Un acto que, más allá del titular, merece una conversación profunda sobre lo que significa ser Padre, hombre, víctima, y quizás, héroe. Es obvio que acabar con la vida de una persona nunca debe verse como solución. En eso, imagino, muchos estamos de acuerdo. La muerte no debería ser el camino para resolver lo que una sociedad no sabe prevenir. Pero no vengo aquí a justificar. Vengo a hablar del efecto. Porque esto, lo que hizo Don Miguel Ángel, es el resultado de muchas cosas: del abandono, del hartazgo, de una sociedad que ha normalizado la violencia como parte de su paisaje diario.

Foto de fichaje público.

Recuerdo cuando era niño, en aquellos tiempos en los que uno podía salir a correr bicicleta, jugar en la calle hasta que oscureciera, sin miedo. Vivíamos sin estar pendientes del sonido de una motora o de un carro que bajaba lento por la esquina. Se vivía. Punto.

Pero el tiempo pasó. La violencia creció. Los tiroteos se volvieron parte del soundtrack urbano, y los asesinatos, parte de la conversación del día.

Aún recuerdo el primer cadáver que vi con mis propios ojos. Era un niño. Y sí, lo recuerdo como si fuera ayer. El cuerpo era del famoso Banfi, uno que todos sabían que era “buscado”.

Recuerdo que mi padre acababa de llegar de trabajar y yo ya estaba tratando de quedarme dormido para ir a la escuela al día siguiente. De pronto, se escucharon los disparos. Muchos. Seguidos. Y el eco de los tiros fue rematado por el grito desesperado de su esposa… y el llanto de su madre.

Fueron tantos los disparos que, ya sea por morbo o por curiosidad infantil, caminamos hacia el lugar. Lo vi. El cuerpo tirado en el suelo. La policía llegando. La cinta amarilla marcando la escena.

Esa fue la escena que, entiendo, marcó mi análisis y mi percepción continua sobre el crimen.


No muy lejos de aquel día, recuerdo también cómo comenzaron a colarse en mi niñez los sonidos de las noticias: asesinato por aquí, asesinato por allá. Muertes narradas con voz de locutor, como si fueran parte del pronóstico del tiempo.

Poco a poco, se fue formando una insensibilidad colectiva. Se convirtió en algo común quitarle la vida a otra persona. Era parte del paisaje sonoro y visual de la isla. El crimen, en vez de escandalizar, comenzó a acomodarse en nuestra rutina.


Con esto, desde que tengo uso de razón, recuerdo haber escuchado con frecuencia una frase que caló profundo en la cultura popular:

"Yo no juego con quien toque a mis hijos."
"Yo mato por mis hijos."
"El que toque a mi hija… es hombre muerto."

Frases que, aunque dichas en tono de advertencia o con tono protector, revelan una carga emocional fuerte. Una promesa visceral.

Y no la escuché una sola vez. Fueron muchas. Bueno, creo que hasta yo mismo he dicho esa frase. En diferentes casas, en reuniones familiares, entre vecinos, entre hombres que, al decirlo, recibían la aprobación colectiva con un gesto de cabeza o una palabra de afirmación.

Se convirtió en una norma no escrita. Un reflejo instintivo. Una advertencia que, más allá de ser una amenaza, también era una confesión de amor: con mis hijos, no se juega.


Traigo a colación lo vivido, lo escuchado… y el resultado.

No hace falta ser un genio para entender el colapso de salud mental que atraviesa este país. Un colapso silencioso, crónico, muchas veces ignorado.

El poder de las palabras va mucho más allá de lo que creemos. Las palabras marcan. Las frases se engraban. Se repiten hasta formar carácter, hasta convertirse en reflejo.

Y en este caso, lo vemos con claridad: un hombre, a simple vista humilde, ha salido en defensa de su creencia más profunda como padre. No lo hizo desde la razón fría, sino desde el instinto cultivado por años de escuchar y repetir lo mismo: con mi hija, no se juega.

Arropado por la constante violencia que se vive en el país —y en especial la que afecta a las mujeres en los últimos años—, Miguel Ángel no reaccionó como criminal. Reaccionó como muchos padres dicen que lo harían, aunque pocos lo hacen.


No, no vengo a justificar un crimen. Pero tampoco voy a ignorar la raíz. Porque si seguimos viendo actos como el de Miguel Ángel solo como titulares de violencia, sin detenernos a mirar la enfermedad colectiva que los produce, entonces no aprendemos nada.

Tal vez el verdadero crimen no fue el disparo.
Tal vez el verdadero crimen fue permitir, como sociedad, que un hombre humilde sintiera que esa era su única opción.

Y lo más trágico de todo… es que, en los ojos de muchos, no se equivocó.


Tristemente, Don Miguel Ángel.
Un héroe cuyo superpoder fue amar a su hija por encima de todo, pero lamentablemente…

Perdió la capa.


Unos me apodan el "Luis Lloréns de la Nueva"; otros me conocen por mi amor a la chuleta frita.

Omar González

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